Un político contemporáneo se incendiaría si lo apodaran bulldog y bulldozer, pero Álvarez Cascos no aceptaría sustantivos de menor enjundia para sintetizar su concepto de la política como un deporte de colisión frontal. Dicho sea en el sentido en que al cardenal Ratzinger se le llamaba «el bulldog de Dios», en cuanto inflexible guardián de la ortodoxia. Y desde el recordatorio de que tampoco Aznar renegaría de una equiparación divina, cuando contrató de vicepresidente primero a un asturiano nacido en Madrid como todo el mundo. Su lugarteniente era fiero y aplanador con la eficacia de un bulldozer, animal totémico de un ingeniero de Caminos.